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sábado, 22 de septiembre de 2012

El caso Utermohlen

Autorretrato de 1965, antes del alzhéimer, y otro de 1999. / WILLIAM UTERMOHLEN


Los autorretratos que William Utermohlen pintó tras serle diagnosticado alzhéimer ayudan a comprender el desarrollo de esta dolencia 

 William Utermohlen nació el 4 de diciembre de 1933 en South Philadelphia (USA) en una familia de origen alemán. Estudió desde 1951 a 1957 en la Pennsylvania Academy of the Fine Arts, una de las academias de arte más prestigiosas de Estados Unidos, y más tarde en la Ruskin School of Drawing and Fine Art de Oxford, en Inglaterra. Desde muy joven mostró una clara tendencia por el arte. Le encantaba pintar, especialmente personas. Es en el Reino Unido donde desde 1957 desarrolla su obra pictórica. A lo largo de su carrera abordó diferentes temáticas y estilos, y realizó numerosas exposiciones de pintura a lo largo de Europa y Estados Unidos. 

 En 1995, con 61 años de edad, es remitido a la consulta del Grupo de Investigación en Demencias del Instituto de Neurología del University College de Londres para la evaluación de un posible deterioro cognitivo. Según la información ofrecida por su esposa, Patricia, los problemas de William se inician aproximadamente cuatro años antes, cuando comienza a presentar dificultades para abrocharse el cuello de la camisa. Su esposa describe además problemas en el manejo del dinero, problemas de memoria y pérdida de habilidades para la escritura. A William se le ve triste, deprimido y ausente, y no presta atención a lo que le rodea. En la evaluación que se le realiza se constata un deterioro moderado en múltiples áreas relacionadas con su funcionamiento cognitivo, y la resonancia magnética revela una atrofia cerebral generalizada. A William Utermohlen le fue diagnosticada una probable enfermedad de Alzheimer con 65 años de edad. Evaluaciones posteriores realizadas reflejaron un mayor deterioro progresivo de su funcionamiento cognitivo y una atrofia generalizada en su cerebro. 

 Diversos medios, tanto científicos, como la revista británica The Lancet (que publica su caso) o la estadounidense Neurology, como periodísticos, como The New York Times o la BBC, entre otros, han prestado atención al caso de William Utermohlen en particular, así como a la relación entre arte y demencia en general. Entienden que la producción artística durante la enfermedad puede revelar aspectos interesantes tanto de la propia dolencia como de la experiencia personal de lo que es “vivir”, en el caso de William, con la enfermedad de Alzheimer. En el caso que nos ocupa existen otros elementos esenciales, como son, por una parte, el hecho de que su mujer, Patricia, sea historiadora de arte y cuidadora de su marido, porque a través de ella ha llegado un amplio material relacionado tanto con su actividad artística como con la evolución de su enfermedad, y por otra parte, el hecho de que aceptaran que se estudiara el desarrollo de la enfermedad de Alzheimer desde un punto de vista interdisciplinar, incluyendo, y esta es la novedad, los trabajos artísticos que producía durante el desarrollo de la misma. 

 Desde el momento del diagnóstico, la mayor parte de la producción artística de William Utermohlen se centra en la realización de autorretratos, “género” que ya había cultivado a lo largo de su carrera y que supone un esfuerzo de observación personal. A través de los mismos (realizados entre 1995 y el año 2000) se puede hacer un “seguimiento” de la evolución de su enfermedad, analizando los cambios en su pintura, y se puede intentar conocer y comprender, además, cómo fue la vivencia de su enfermedad. Un autorretrato realizado en 1967 puede servir de base para el reconocimiento de sus habilidades artísticas, de su precisión, expresión de emociones, originalidad… y, en definitiva, de la calidad de su trabajo creativo antes de su enfermedad. 

 El análisis de los cambios que se aprecian (algunos dirían “errores”) en la pintura de William Utermohlen a lo largo de su enfermedad es muy complejo, y seguramente aventurado y quizá poco riguroso. Qué se debe a una decisión propia del artista y qué o cuánto a la mella que la enfermedad hace en su cerebro es difícil de ponderar. Teniendo esto en cuenta y con el apoyo de la información publicada sobre su caso, se puede hacer una primera aproximación. Si se presta atención a la serie de autorretratos, se observa un cambio rápido y generalizado en las habilidades artísticas, indicativo del proceso neurodegenerativo e inexorable que William Utermohlen padece. William, en estos cinco años, va perdiendo paulatinamente la capacidad de representación espacial, las relaciones entre rasgos y objetos, entre proporción y perspectiva. Se simplifica e incluso desaparece el fondo de los cuadros. El color desaparece y, como si de una metáfora de la enfermedad se tratara, pasa de vivir y expresar la vida en color, a existir y comunicarla en blanco y negro. El manejo del pincel se vuelve más burdo, más tosco y, al final, produce líneas hechas con un lápiz. 

 Un año de desarrollo de la enfermedad separa cada uno de los cuadros. Un año donde el declive de sus habilidades visuoespaciales, visuoperceptivas y visuoconstructivas es cada vez más evidente. En el cuadro pintado en 1997 se pueden apreciar los primeros signos de dificultad en la representación de los rasgos de la cara, tanto de su estructura como de la relación entre los mismos. Pinta de manera más burda, y tanto su memoria como su motivación, atención y reconocimiento visual están ya alterados, y por eso su pintura resulta más tosca y menos elegante. Al año siguiente, en 1998, cuando William tiene 65 años, estos cambios son más pronunciados: existe una clara alteración del sentido de la proporción en los ojos especialmente, y el fondo del cuadro, el contexto del mismo, ha desaparecido. 

 En 1999, el deterioro de sus habilidades constructivas es más evidente, los rasgos faciales aparecen juntos, borrosos y extrañamente (des)conectados. Un año más tarde, en 2000, William ya había abandonado la pintura al óleo y trabajaba con lápices. En este autorretrato, solo los principales rasgos de la cara son reconocibles y la división de la misma está formada por una continuación de la mandíbula, que casi se pliega sobre sí misma. La enfermedad de Alzheimer hace desaparecer “el rostro de William”, que se pierde entre las neuronas dañadas. 

 ¿Cómo habrá sido la experiencia de la enfermedad para William Utermohlen durante estos cinco años? ¿Podemos imaginarla a través de sus autorretratos? Según el testimonio de su mujer y cuidadora (e historiadora del arte) y del análisis que otros críticos y especialistas han formulado sobre su obra, es casi seguro, como diría Laín Entralgo, que William sintió amenazada su integridad física y psicológica, amenazada por la soledad, incomunicación, invalidez, pérdida de su yo, proximidad de la nada. En el primer autorretrato de 1996 se puede observar una mirada dura, posiblemente enojada, indignada. Un hombre que ve cómo su mundo se contrae, se hace más pequeño, se limita, se reduce y nos mira e interroga desde detrás de los barrotes de esa cárcel, que es la enfermedad de Alzheimer. La mirada de William tiene todavía fuerza, aunque también se aprecia desasosiego y posiblemente miedo. Miedo que acompaña siempre a la enfermedad, y sobre el que, a buen seguro, como sobre otras emociones, nunca jamás le preguntaron. Miedo, que es hermano del sufrimiento y la desesperación. 

 En 1997, su rostro refleja una mirada perdida, extraviada, perpleja, extrañada. Incapaz de encontrarse a sí mismo dentro de sí mismo, su vida es un encuentro constante con lo desconocido, donde no puede expresar la naturaleza de su terrible experiencia. Si comparamos este autorretrato con el del año anterior, se puede apreciar que su rostro ha perdido vigor. En la medida en que los rasgos van suavizándose y la mirada perdiendo vivacidad, William va invisibilizándose y con él se pierden sus deseos, necesidades y expectativas. Casi tres años después del diagnóstico, en 1998, su pintura no es tan refinada y precisa, aunque a pesar de eso el cuadro transmite intensamente la tristeza, ansiedad, resignación y debilidad que emanan de su rostro. Sin embargo, en los dos últimos autorretratos (1999 y 2000), hechos casi cinco años después del diagnóstico, los rostros aparecen a la vez casi borrados, demolidos, desestructurados. Como decía su esposa, “es como si William hubiera asimilado su destino en su pintura: subsistir mientras desaparece”.

 Como sucede en los cuadros de William Utermohlen, la enfermedad de Alzheimer decolora y desfigura a la persona que la padece. Éste es su proceso. La deshace, en la medida en que su cerebro va muriendo, la fragmenta y destroza. El día 21 de septiembre se celebra el Día Mundial de la Enfermedad de Alzhéimer. El caso de William y Pat Utermohlen puede servir para comprender mejor esta enfermedad, así como entender el sufrimiento de las personas que lo padecen y de sus cuidadores. Mientras que la atención e investigación trabajan en silencio, para mejorar la vida de los que la sufren e intentar detener el avance de la enfermedad y si es posible su curación, es necesario que la sociedad sea consciente de las necesidades de estas personas y se solidarice con ellas. Dejando de lado, como dice Albert Jovell, la “soberbia del sano”, debemos cortar los barrotes que encierran la figura de William Utermohlen en el cuadro que pinta en 1996. Esos barrotes verdes, que encierran a William en su enfermedad, y que significan tanto las barreras que la enfermedad conlleva como las que la sociedad y sus ciudadanos ponemos a las personas que sufren demencia y a sus cuidadores. William Utermohlen es, además de todo lo anterior, un notable testimonio de la capacidad humana y creativa que tienen las personas que sufren demencia. 

 Javier Yanguas es director de I+D de la Fundación INGEMA-Instituto Gerontológico Matía

lunes, 17 de septiembre de 2012

"La Asturianita"


Todos creían que era una espía. Perdió los brazos y aprendió a hacer cualquier cosa con los pies. Dio la vuelta al mundo. Pero republicanos y franquistas la enviaron a prisión 

 Lo nunca visto. El caso más portentoso de reformación humana mediante la voluntad. La artista sin brazos, ni los tiene ni los necesita. Es tiradora al blanco. Toca piano, violín, acordeón y xilófono. Es profesora de caligrafía. Es una excelente mecanógrafa. Juega al billar y a cartas. Conduce un automóvil con la ayuda de sus pies. Hace caricaturas de uno del público. Hace toda clase de labores propias de su sexo: corta, enhebra una aguja, cose...”. Así se anunciaba en 1933 la actuación en un teatro de Lleida de Regina García López, La Asturianita. Una mujer excéntrica con una vida de película, a la que republicanos y franquistas encarcelaron por el mismo delito: espiar para el bando contrario. 

 Regina García, segunda de ocho hermanos, había nacido en 1898 en Valtravieso, una aldea asturiana de 25 casas y 63 habitantes. Un accidente en el aserradero de su padre cuando tenía nueve años le arrancó los dos brazos. Un asturiano que se había hecho rico en Argentina se ofreció a pagar su educación en el Colegio del Asilo, donde iban los hijos de las mejores familias de Luarca. Más tarde, propuso a sus padres adoptarla y llevársela a Buenos Aires, pero estos no aceptaron. Incluso contrató a un especialista alemán para que le implantara unos brazos mecánicos. El experimento no funcionó. 

 Cuando Regina cumplió los 15 años le dijeron que tenía que dejar sitio a otra niña en el colegio. Para entonces, había decidido que quería ser maestra. “La gente le decía '¿pero cómo vas a ser maestra sin brazos? ¡Olvídate! Duerme, come, reza”, relata su hijo Marcelino, de 86 años. “Poco después intentó suicidarse tirándose desde un acantilado”. Aquel día vio, en el camino de regreso a casa, a unos titiriteros con monos que cogían cosas con las patas. “Mi madre pensó: 'Si ellos lo hacen, yo también'. Y empezó a ensayar haciendo garabatos con los pies. Pensaron que estaba chiflada”. Fue la primera vez que la dieron por loca. La primera de muchas. Pero Regina iba a recorrer el mundo y a hacerse rica con aquella locura.

 Debutó en el Teatro Jovellanos de Gijón, actuando para la infanta María Teresa de Borbón en 1917, y durante los años siguientes visitó 42 países de gira (Turquía, Egipto, Brasil, Argentina, Venezuela, EE UU...) con su espectáculo, siempre en teatros. Nunca quiso actuar en circos. En 1933, según recoge María Teresa Bertelloni, su nuera, en la biografía Regina García López, La Asturianita, fue recibida por el presidente Roosevelt en la Casa Blanca, adonde llegó, como era costumbre en sus actuaciones, conduciendo ella misma con los pies. El presidente estadounidense le tendió instintivamente la mano y La Asturianita le ofreció el pie. 

 En una de sus actuaciones, en Avilés, Regina conoció al que sería su marido, entonces, un admirador. Se casaron en 1922 y tuvieron tres hijos: María, Marcelino y Juan, este último nacido en mitad de una gira, en un barco de bandera alemana en aguas de las Azores. En 1928 se separaron. “Mi madre tenía una personalidad arrolladora. Era un cerebro y los hombres en aquella época querían ser tutores de las mujeres”, explica Marcelino. “Lo mismo que le atrajo de ella fue lo que les separó. Tengo la impresión de que mi padre se sentía desbordado por ella”. 

 El 27 de marzo de 1936, antes de comenzar una actuación en un teatro de Luarca, Regina quiso hablar de sí misma: “Los niños huían de mí... Obtuve las primeras revelaciones de la compasión, que hiere, que humilla. Las gentes derramaban sobre mí sus miradas piadosas. '¡Pobre manquina!', decían. '¡Y para los suyos, qué carga!'. Esto amargaba mi espíritu. Con la voluntad hecha acción, aprendí, trabajé, gané, gasté, soñé, amé y realicé, porque dentro de mi cuerpo mutilado está el alma de una mujer de cuerpo entero...”. Y a continuación, presentó su gran proyecto, Selección, con el que pretendía recaudar fondos en sus giras para pagar los estudios a chavales de aldea sin medios pero con aptitudes. 

 Recibió muchas críticas por aquel proyecto, como recoge Luis González Fernández en Regina, el coraje de una mujer (Madu ediciones). El semanario La Democracia arremetió contra ella por pretender educar a los niños “sin Dios”. La Voz de Asturias la elogiaba: “Es excepcionalmente culta y siente inclinación fervorosa hacia la enseñanza (...) No veáis en ella el número de varietés, ved en ella a Regina García, altruista, filántropo, apóstol”. 

 Es verdad que Regina era muy culta. Hablaba cinco idiomas: portugués, francés, inglés, alemán e italiano. Por eso el encargado de información del Ministerio de la Guerra, Ángel Pedrero, le propone trasladarse a Francia para espiar para la República. Regina se niega. Había llegado a Madrid poco antes de que estallara la Guerra Civil con un contrato en La Zarzuela para recaudar fondos para los niños de Luarca. Y en abril de 1937 es encarcelada en la prisión de Ventas, acusada de espiar para los franquistas. 

 Al caer Madrid en manos del bando nacional, el 1 de abril de 1939, Regina sale de la cárcel. Pero por poco tiempo. Para celebrar su libertad, decide ir al cine. Llevaba un vestido-capa que disimulaba su defecto y al terminar la película fue la única que no hizo el saludo fascista. “¡Brazo en alto!”, le gritó un falangista. “Yo no levanto el brazo ni aunque me lo pida el mismísimo Franco”, contestó. “Pues queda usted detenida”. El episodio lo cuenta ella misma en su diario y lo recuerda bien Marcelino: “Mi madre no se callaba nunca. Protestaba sin medir las consecuencias. Era muy temperamental”. Regina terminó mostrando al falangista que no tenía brazos y explicó que acababa de salir de la cárcel, donde la habían metido los republicanos. La dejaron marchar, pero ella vería varias veces a aquel falangista espiándola. Poco después, el Régimen le pide que colabore como soplona. Regina también se niega esta vez y es encarcelada de nuevo, ahora por los franquistas. La prisión de Ventas es ahora un penal abarrotado en el que ingresan cada día entre 80 y 100 reclusas, según recoge González Fernández en su libro. Durante su estancia será trasladada varias veces al psiquiátrico. Ella misma explica en su diario que tenía alucinaciones. “Voy perdiendo la noción de todo y los ruidos en mi imaginación son completamente distintos a lo que deben ser...”. El 5 de agosto de 1939, Regina oye llamar a 13 compañeras que serán fusiladas esa madrugada y pasarían a la historia como Las 13 rosas.

 El 3 de marzo de 1942 se celebra su juicio. “Llevábamos seis años sin ver a mi madre y casi no llegamos ese día porque a mi tío le parecía un capricho gastar el dinero en que viajáramos a Madrid para el juicio”, recuerda Marcelino, que entonces tenía 16 años. El que no estuvo fue su marido. 

 El juicio dura ocho horas. Tres agentes franquistas la acusan de crear “una vasta organización internacional calificada por ella como Selección, de corte masón”. Falange dice que es “bastante peligrosa”. La policía militar de Madrid la considera, sin embargo, “afecta al glorioso movimiento nacional y políticamente de toda confianza, habiendo estado presa con los rojos la mayor parte de la guerra y adquiriendo su libertad el mismo día de la liberación de Madrid”. La Guardia Civil de Luarca advertía: “Muy propagandista del comunismo. Es peligrosísima para la causa ya que por su cultura se desenvuelve con mayor facilidad”. Y en el informe de Sanidad Militar se lee: “Habla en tono autoritario. Aunque perfectamente lúcida, sus contestaciones se desvían enseguida del tema principal a asuntos accesorios de que ella quiere hablar. Niega las sospechas que pesan sobre ella como espía internacional y dice que es víctima de una intriga. Los médicos que suscriben opinan que padece una parafrenia sistemática”. El fiscal pidió para ella la pena de muerte por “prestar servicios como confidente a las órdenes del subnegociado de servicios especiales del Estado Mayor Rojo”. Finalmente, fue absuelta por loca, pero enviada a un psiquiátrico. 

 Un año después, Regina seguía recluida en la sala de dementes de un hospital. Y allí murió el 19 de mayo de 1942. Su abogado llegó un día tarde: el 20 de mayo de 1942 pidió que le dieran la libertad total. 

 Los franquistas se incautaron de todos sus bienes. Marcelino cree que su madre no murió de tifus, como le dijeron, sino que fue envenenada. “En su diario había dejado escrito que temía por su vida”, explica. “No estaba loca, pero no era una mujer corriente. Yo la admiraba muchísimo, como si no fuera mi madre. Me parecía infalible”. 

 Regina García tenía 44 años el día que murió. Le había dado tiempo a recorrer el mundo, a enamorarse, a ser madre, a demostrarle a todos que podía hacer mucho más que comer, dormir y rezar.

jueves, 9 de agosto de 2012

El aeropuerto de Edimburgo censura a Picasso


La dirección cubre un póster de 'Mujer desnuda en el sillón rojo', tras las quejas de varias viajeras. La imagen promociona una exposición sobre el artista 

 Lo más normal es que el dueño de un picasso lo saque a relucir en el lugar más visible de su hogar. De hecho, así lo hizo, al menos al principio, el aeropuerto de Edimburgo. Y eso que solo era un póster: una copia de Mujer desnuda en el sillón rojo colgaba justo en la entrada a la zona de las llegadas internacionales y promocionaba una muestra en la ciudad sobre la obra del artista malagueño. 

 Pero a varias viajeras esa bienvenida artística a Escocia no debió de gustarles especialmente. De ahí que se quejaran porque la imagen las ofendía. Y la dirección del aeropuerto no encontró mejor solución que esconder el póster tras una tapa blanca, como cuenta el diario británico The Guardian. 

 En realidad, también hallaron otro remedio. Le pidieron al director de las Galerias Nacionales de Escocia, John Leighton, que les enviara otra imagen “menos controvertida” para sustituir a la Mujer desnuda en el sillón rojo. Una propuesta que Leighton consideró “bizarra”, sobre todo teniendo en cuenta que “en muchos anuncios hoy en día se emplea todo tipo de imágenes de mujeres más o menos vestidas”. 

 Tampoco le haría mucha ilusión a Leighton tanta polémica justo sobre el espacio publicitario en el que se invirtió la mayoría del presupuesto para promocionar la exposición Picasso y el arte británico moderno. Y sobre una imagen que ya había aparecido por los vagones del metro de Londres cuando la misma exposición, hace meses, ocupó la Tate Modern. 

 Sea como fuere, finalmente el aeropuerto de Edimburgo parece haber entendido que eso de que el cliente siempre tiene razón tampoco es tan literal. Y en un comunicado hecho público hoy la dirección afirma que ha cambiado de idea y “reinstalado la imagen”. “La decisión inicial se debió a las opiniones de los viajeros, que nos importan muy seriamente. Pero estamos más que felices de exponer la imagen y pedimos disculpas por las molestias”, explica el documento.