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lunes, 27 de febrero de 2017

Más allá de la vida


Las personas que aseguran haber vuelto de la muerte coinciden al describir muchos aspectos de esta experiencia. La neurociencia no ha sido capaz de encontrar una explicación científica que tenga rigor.

Hablar de  experiencias cercanas a la muerte (que responden a las siglas ECM) es hablar del temor por antonomasia: el miedo a morir. Para explicar qué es una ECM disponemos de los relatos de miles de personas en todo el mundo y a lo largo de la historia de la humanidad. Aunque las formas de contarlas pueden ser diferentes, existen numerosas coincidencias entre quienes han vivido este momento.

Comienzan con una desconexión con el propio cuerpo. Se describen a sí mismos como observadores, flotando, en un entorno que ya reconocen como ajeno. No sienten dolor, pero saben que están muertos (o creen estarlo). Durante esta breve pausa, todavía sienten presencia en el mundo, si bien la aprecian como en la distancia. Hablan de estados especiales de conciencia, de una infinita sensación de paz interior y a la vez de euforia, de libertad. Tras un instante pasan a deambular, como un ente abstracto, incorpóreo, por un espacio desconocido. Relatan un viaje a través de un túnel donde observan paisajes plagados de seres extraños, figuras místicas o personas cercanas, algunas ya fallecidas. Tras el túnel aparece una luz intensísima, radiante, blanca. Hablan de recuerdos y emociones. Coinciden en señalar que observan una especie de retrospección panorámica de sus propias vidas, un resumen, una película. Pero estas imágenes recuperadas de la memoria, del pasado, se mezclan con imágenes de futuro. Aseguran tener claridad de pensamiento, relatan un estado casi de éxtasis. Se acerca tanto a la descripción del alma que diferentes investigadores han querido ver en estas experiencias el origen de algunas religiones.

Es importante señalar que mantienen la sensación de identidad: saben quiénes son y han sido. Si bien es cierto que los relatos son similares, la interpretación posterior suele tener inevitables componentes culturales. Los creyentes hablan de conexión con Dios; los ateos, de una energía sin precedentes, y los niños, normalmente, de ángeles. Todos, no obstante, hablan de un cambio del estado de la materia.

Pueden tardar días en contar detalladamente una experiencia que cronológicamente ha durado segundos o minutos. Este fenómeno lleva a pensar, por una parte, en la relatividad del tiempo y, por otra, a que en realidad se trata de elaboraciones posteriores, ya conscientes y por tanto sometidas a la influencia de las creencias, la cultura e incluso de los deseos.
Del mismo modo que las ECM han sido objeto de estudio por parte de filósofos o teólogos, también han sido un campo de interés para los científicos. Es tentador, ahora más que nunca gracias a los avances de la tecnología aplicada a la neurociencia, indagar en la relación entre estos fenómenos y el funcionamiento cerebral. El mayor escollo con el que se enfrentan los científicos –igual que otros pensadores– es, cómo no, el lenguaje. La indefinición de términos tan abstractos y complejos como la conciencia, el alma o la mente fomenta el debate y al mismo tiempo dificulta alcanzar una conclusión unificada, consistente.

Uno de los investigadores más reconocidos en la actualidad en este campo –del que está obteniendo enormes réditos en publicaciones y conferencias– es Pim van Lommel, un cardiólogo holandés interesado en estos fenómenos tras habérselos escuchado a muchos de sus pacientes que sobrevivieron a un infarto de miocardio. La investigación, basada en las experiencias de 300 de ellos, se publicó en la revista científica The Lancet y mostraba que el 18% de los afectados habían tenido una vivencia compatible con una ECM. No hallaron correlación con las creencias religiosas o la espiritualidad previa al fenómeno. Tampoco consideran probable que los factores psicológicos sean importantes, ya que el miedo, asegura Van Lommel, no está asociado con la ECM.

En opinión de otros científicos, estas experiencias no son más que el resultado de periodos de falta de oxígeno a nivel cerebral. Aseguran que la conciencia es un producto del cerebro y su interacción con la persona y el ambiente, pero que no existe la conciencia en sí y, desde luego, no existe la conciencia sin vida corporal. En contra de esta postura, Van Lommel dice: “Si la conciencia es un mero ‘producto’ del cerebro, ¿cómo puede ‘sobrevivir’ y ‘explicar’ la experiencia de la muerte?”. Este planteamiento está plagado de errores, pues ni la conciencia es un producto –es un constructo, no una entidad clínica–, ni queda siquiera mínimamente demostrado que la conciencia “sobreviva” y mucho menos “explique” una experiencia. Tampoco el hecho de recordarla implica que esta haya sido en ausencia total de vida, pues no está claramente definida la muerte más allá de que no existe actividad eléctrica de suficiente intensidad como para ser recogida mediante electroencefalograma.

Los resultados de Van Lommel sí son claros en un sentido: las ECM no pueden explicarse mediante la neurociencia, al menos hoy día, por más que intente darle tintes de rigor.


¿Y qué dice la ciencia?

Los acontecimientos médicos que preceden a las ECM son variados (traumatismo craneal, parada cardiorrespiratoria...), pero también se ha observado este fenómeno tras el consumo de ciertas drogas –ketamina, LSD o mescalina– o en situaciones en las que se produce una disminución súbita de la llegada de oxígeno al cerebro.
Ante la falta de oxígeno, disminuye la actividad sensorial, se pierde la conexión con los almacenes de memoria y los estímulos –antes externos– son reemplazados por ­imágenes creadas por la propia mente, desconectada ya del entorno.
La sensación es de aislamiento absoluto, por eso se han relacionado estas experiencias con la eternidad.
Para la neurociencia, en rigor, no existe una explicación de las ECM más allá de la percepción de una serie de estímulos y la interpretación que posteriormente se da de ellos.


Fuente: El Pais