martes, 19 de junio de 2012

Es The Boss. Y punto


A sus 62 años, cada vez que Bruce Springsteen sube a un escenario da la sensación de estar ante su primer y último concierto 

  PEDRO ZUAZUA

 Si uno piensa en las personas de más de 60 años que conoce, seguramente escaseen los perfiles de gente capaz de dar un concierto de casi 4 horas. Alguno podría intentarlo, pero claro, la cuestión es hacerlo con dignidad. Bruce Springsteen (Nueva Jersey, 1949) se plantó ante más de 50.000 personas en el Santiago Bernabéu y demostró que, para esa reducidísima estirpe de genios de la que forma parte, los 60 son los nuevos 20. 

 Cuando Springsteen salió al escenario, a través de las pantallas se podía ver la imagen de un sexagenario. Al fin y al cabo, es lo que es. El tiempo, desgraciadamente, pasa rápido para todos. La grada se percató de ello. En su caminar, en sus movimientos y en algunos gestos de su cara parecía intuirse un atisbo de vejez. 3 horas y 48 minutos después los viejos éramos los allí presentes, a los que nos costaba seguir el ritmo de aquel tipo que, ya con los primeros acordes de Badlands, aclaró que no está dispuesto a jugar el papel del cuadro en El retrato de Dorian Gray. 

 Hubo altibajos, desde luego, pero si uno echaba un vistazo al césped o a la grada, se encontraba únicamente caras de felicidad. Grupos de amigos que bailaban los temas abrazados, sin mirar para el escenario, miles de manos que se movían al unísono, estribillos coreados con una extraña mezcla de fervor, pasión y automatismo (han hecho más por el aprendizaje del inglés algunas de sus canciones que muchas legislaturas) y una sensación general de que lo que rodea a este tipo alcanzó hace mucho el nivel de religión. Los feligreses, ataviados por lo general con el variadísimo merchandising que acompaña al músico, son una mezcla muy variada en la que predomina el chico o chica que, en su fuero interno, sueña con ser un trampero pero que sabe que lo más cerca que estará de conseguirlo será cantando Born to run. 

 Los músicos que hacen de la presentación de su banda una parte del concierto tan entretenida como cualquier canción tienen algo diferente. Springsteen la lleva a cabo con cariño, sencillez, entrega y agradecimiento, y desde ese momento la comunión con la grada es ya absoluta. Él presenta a su familia, abre las puertas de su casa y, entonces sí, empieza la fiesta. 

 Hubo tiempo para que demostrara que sabe leer dignamente en español, encontró un momento para dedicar una canción a Nacho, un joven fan español fallecido hace algunos días, y también para recordar a Clarence Clemons, pero no tiró de sensiblería. Sacó a dos niños al escenario y los trató como el típico tío enrollado de las series americanas e incluso dejó una escena para el recuerdo cuando un cartel que rezaba “Peralejos de las truchas” (localidad de la provincia de Guadalajara) permaneció unos hilarantes segundos a sus pies mientras todas las cámaras enfocaban al Boss y el público aplaudía lo absurdo de la situación. 

 No dejó de sonreír ni un solo momento y, una vez más, parecía que era, al mismo tiempo, el primer y último concierto que iba a dar en su vida. Muchos pagaríamos por ser él un solo minuto. No por la fama, la adoración del público y la erótica del escenario, que también, sino porque da la sensación de estar disfrutando tanto con su profesión que uno se hace una idea de la felicidad bastante cercana a lo que puede vivir él en esos momentos. Todo ser humano debería tener derecho a ver al menos una vez en su vida una canción de Springsteen en directo. Entienda o no el inglés, le llegará algo que no está en las letras ni en la música, pero que le hará sentir mejor. Nadie sabe lo que es, no se puede definir y mucho menos envasar, pero él lo tiene. 

 La segunda mitad del concierto fue antológica. Nadie se quería ir. Y tampoco hubiera podido, porque no había descanso entre canción y canción. Era imposible porque lo que estaba sucediendo sobre el escenario no era música, era magia. Ahí apareció el mejor Bruce, que de repente se había quitado 35 años de encima y parecía decir en cada canción: “¿Por qué creéis que me llaman el Boss?”. Por conciertos como el del Bernabéu, sin duda. 

 Y es que el de Springsteen es uno de los mejores motes de la historia. Tenemos que estar agradecidos de que hayan sido los americanos los encargados de ponérselo porque, de haber salido de España, se hubiera quedado con “El puto amo” para toda la vida. Que sí, que lo es, pero ya nada hubiera sido lo mismo. Es The Boss. Y punto.

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